
Tras casarme con mi amor de la infancia, pensé que por fin había comenzado nuestra historia de amor. Pero esa ilusión se hizo añicos en el momento en que me entregó un cuaderno viejo y desgastado, lleno de secretos de su madre.

Todo empezó de forma bastante inocente. No esperaba encontrarme con Michael esa mañana. Simplemente caminaba por la calle principal de nuestro antiguo pueblo, con un café en la mano, cuando lo vi —alto, familiar, con algunas canas en las sienes— de pie frente al mismo café al que solíamos ir después de clase.
—¿Michael? —llamé, casi sin poder creer lo que veía.
Se giró, mirándome fijamente un instante antes de esbozar aquella misma sonrisa cálida que recordaba. “¿De verdad eres tú? ¡Nunca pensé que volvería a verte por aquí!”
—¡A mí también me pasa! —exclamé riendo—. ¿Qué probabilidades hay?
Terminamos tomando un café juntos, como en los viejos tiempos. Dentro, el aroma a pasteles y el crujido de las barras de madera nos hicieron sentir como si el tiempo se hubiera detenido. Hablamos durante horas, recordando aquella vez que nos perdimos en una excursión o cómo nos pasábamos notitas en clase de historia. Las horas se esfumaron como si nunca nos hubiéramos separado.
El café se convirtió en almuerzo. El almuerzo, en largos paseos. En poco tiempo, hablábamos a diario. Todo entre nosotros fluía con facilidad y naturalidad, como respirar.

Unos meses después, Michael me propuso matrimonio. Fue algo sencillo, solo nosotros dos sentados junto al lago una tarde tranquila.
—No quiero perder más tiempo —dijo con voz firme pero llena de emoción—. Te amo. Siempre te he amado. ¿Te casarías conmigo?
No lo dudé. «Sí», susurré, con lágrimas que me nublaban la vista. Dos meses después, nos casamos.
Después de la boda, fuimos en coche a la casa de su familia, la misma donde habíamos pasado incontables tardes de niños. Nada había cambiado. Incluso el papel pintado y el viejo roble del jardín estaban tal y como los recordaba.
Esa noche, después de cambiarme de ropa, encontré a Michael sentado en el borde de la cama, con expresión sombría. Sostenía una pequeña libreta gastada.
—¿Michael? —pregunté en voz baja, sentándome a su lado—. ¿Qué te pasa?
No respondió de inmediato, solo se quedó mirando el cuaderno, recorriendo con la mirada su borde. “Hay algo que necesito decirte”.
El tono de su voz me heló la sangre. —¿Qué ocurre?
Respiró hondo. “Este cuaderno pertenecía a mi madre. Tomaba notas… sobre nuestra familia. Sobre algo que ella consideraba importante”.
—De acuerdo… —dije lentamente, sin saber adónde iba a parar esto.
Me lo entregó. Una caligrafía pulcra y cursiva llenaba cada página. «Mi familia cree en una maldición», dijo en voz baja.
“Piensan que cualquier mujer que se case con alguien de nuestra familia está condenada a la mala suerte, la tragedia y el dolor. Ha sido así durante generaciones.”
Parpadeé. —¿Una maldición? Michael, no te lo crees de verdad, ¿verdad?
Se pasó una mano por el pelo, con expresión de angustia. «Siempre me he dicho que es solo superstición. Pero he visto cosas. El matrimonio de mis padres fue un desastre. El de mi tío también. Es como si… nos persiguiera».
Le tomé la mano. “Eso no significa nada. El matrimonio es difícil para todos.”
Sonrió levemente, pero no parecía convencido.

Una semana después, empezó la mala suerte. Primero, un pinchazo, justo antes de nuestra luna de miel. No podíamos ir a ningún sitio.
«Mala suerte», bromeé, aunque mi sonrisa parecía forzada.
Entonces mi negocio —el que había construido desde cero— empezó a perder clientes. Aparecieron malas reseñas en internet de gente que ni siquiera conocía. Hiciera lo que hiciera, todo se desmoronaba. Era como si algo —o alguien— quisiera destruir todo por lo que había trabajado.
Luego se produjo el robo. No se sustrajeron objetos de valor, pero la sensación de violación perduró.
—¿Crees que… esta maldición podría ser real? —preguntó Michael una noche en voz baja.
—Claro que no —dije rápidamente, aunque una semilla de duda había comenzado a germinar en mi mente—. Tiene que haber una explicación. Quizás solo sea… una mala racha.
Todo se complicó justo antes del Día de Acción de Gracias. La madre de Michael, Marianne, insistió en que celebráramos la fiesta en nuestra casa. Hablamos por teléfono sobre el menú y se la veía muy animada, casi demasiado.
Tras colgar, dejé el móvil en el sofá y cogí un libro. Unos minutos después, oí voces, tenues pero inconfundibles. La llamada seguía conectada.
—¿De verdad crees que esta tontería de la maldición todavía funciona? —preguntó el padre de Michael con tono exasperado.
Marianne se rió. “Funciona siempre. ¡Mírala! Su negocio se está yendo a pique y Michael está tan preocupado que apenas puede pensar con claridad. Acabaré con todo cuando le arruine el pavo”.
—Basta, Marianne —dijo su marido con cansancio—. Ya has espantado a suficientes mujeres buenas.
—Si no son adecuados para mis hijos, haré lo que tenga que hacer —respondió con tono gélido—. Sé lo que es mejor para ellos.
El corazón me latía con fuerza. Me temblaban las manos al pulsar el botón de grabar. Cada suceso extraño —el pinchazo, las malas críticas— había sido culpa suya. No una maldición. Ella.

Esa noche, me senté frente a Michael, con el teléfono en la mano. “Michael”, dije en voz baja, “hay algo que necesitas escuchar”.
Frunció el ceño. —¿Qué ocurre?
Pulsé el botón de reproducción.
La voz de su madre llenó la habitación. Palideció mientras la escuchaba. —Esto… esto tiene que ser un error —tartamudeó—. Ella no… mi madre jamás…
—Michael, lo oí todo —dije con suavidad—. Ha estado intentando separarnos.
Se quedó de pie, con la mandíbula tensa. —Necesito oírlo de ella. De los dos.
Esa noche fuimos en coche a casa de sus padres. Su padre pareció sobresaltado al abrir la puerta. —¿Michael? ¿Está todo bien?
—¿Dónde está mamá? —preguntó Michael con voz dura.
Marianne apareció en lo alto de las escaleras, con el rostro desencajado por la sorpresa. “¿Qué está pasando?”
Michael levantó mi teléfono. “Lo oímos todo. Tú y papá, hablando de la maldición, de cómo te has estado entrometiendo en nuestras vidas”.
Sus ojos se dirigieron rápidamente a su marido, que apartó la mirada. «Michael, no sé qué crees que has oído…»
—Sabes lo que dijiste —interrumpió su padre, con voz baja pero firme—. No tiene sentido negarlo.
Se giró hacia él, furiosa. «¡Ni se te ocurra!»

—He guardado silencio demasiado tiempo —dijo—. Te he visto arruinar una relación tras otra, mintiendo y maquinando porque creías saberlo todo. Esto se acaba ahora.
La voz de Michael se quebró. —¿Así que es verdad? ¿Todo?
Se le llenaron los ojos de lágrimas. “Lo hice porque te amo, Michael”.
Dio un paso atrás, negando con la cabeza. “Esto no es amor. Esto es control.”
El silencio llenó la habitación. Su padre habló en voz baja: «Intenté razonar con ella, pero cree que está protegiendo a sus hijos».
Michael se giró hacia él con la voz quebrada. —¿Y la dejaste hacer esto? ¿Durante años?
Su padre bajó la mirada. —Tenía miedo de perderla. Miedo de perderos a todos.
Michael no dijo nada. Simplemente me tomó de la mano y me condujo afuera. Bajo el cielo nocturno, exhaló, su voz apenas un susurro. «Lo siento mucho. Por todo».
Le apreté la mano. “Ahora somos libres, Michael. Eso es lo único que importa.”
Pero mientras caminábamos hacia el coche, no podía sacudirme la pesadez en el pecho: el peso de una familia destrozada por las mentiras, por la retorcida idea de amor de una madre. El corazón de Michael tardaría en sanar.
Sin embargo, mientras nos alejábamos en coche, dejando atrás aquella casa y sus secretos, supe una cosa con certeza: la única maldición que jamás haya existido es el control disfrazado de amor.
Nota: Esta obra se inspira en hechos y personas reales, pero se ha ficcionado con fines creativos. Se han modificado nombres, personajes y detalles para proteger la privacidad y enriquecer la narración. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia y no es intencionado por el autor.
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