Cuando Diana se dio cuenta de que el niño que le había ofrecido su asiento solo tenía una pierna, quiso saber todo sobre su vida. Lo que escuchó la motivó a seguir su corazón y tomar una valiente decisión.
Diana no estaba segura de si subirse a un autobús lleno de gente era lo ideal. Pero era la única opción; el próximo salía 20 minutos más tarde.
A sus 80 años, sus gastadas rodillas no tenían la capacidad de aguantarla de pie durante todo el viaje en autobús a la feria, pero una parte de ella tenía esperanza.
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“Tal vez alguien le ceda su lugar a esta anciana”, pensó Diana mientras subía al autobús.
Diana no estaba feliz con la decisión que acababa de tomar. Disfrutaba de ir a la feria local una vez al mes porque le daba la oportunidad de ver caras conocidas. Pero al verse rodeada de tantas personas en el transporte público se sintió abrumada.
Por instinto, acercó su bolso a su cuerpo, aunque no tenía mucho dinero en él. No había rostros sonrientes. La gente estaba tan inmersa en sus teléfonos que no notaban a la anciana que recorría el pasillo en la búsqueda de un lugar para sentarse.
“Estas personas parecen zombis”, pensó Diana. “¿Cómo puedo esperar amabilidad en el mundo de hoy?”.
“Señora, puede tomar mi asiento”. La diatriba mental de Diana fue interrumpida por la voz de un niño.
Diana miró al chico que le sonreía con una calidez que ya apenas reconocía en el mundo. Estaba tan complacida por su amabilidad, que no notó su esfuerzo por levantarse del asiento. Los demás se quedaron mirando cuando el niño con muletas se levantó y se quedó en el pasillo.
Un niño desde atrás gritó: “¡Mamá, papá! ¡A ese niño le falta una pierna!”. Fue entonces cuando Diana lo vio y sintió que se le derretía el corazón. El chico que había elegido mostrar algo de humanidad hacia ella solo tenía una pierna.
“Oh, no había visto tus muletas”. Diana le dio unas palmaditas en la cabeza. “Por favor, vuelve a sentarte. Yo estaré bien”.
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“No, señora, estoy perfectamente bien. Tiene que darle un descanso a esos pies. Por favor, insisto”.
Diana se sintió conmovida por la amabilidad sin pretensiones del niño. Quería negarse cortésmente de nuevo, pero el chico ya estaba esperando para verla acomodarse en el asiento.
“¡Está bien, pero solo si accedes a contarme todo sobre ti, jovencito!”.
Fue un largo viaje a la feria, pero para Diana fue emotivo escuchar fragmentos de la historia de vida del niño.
“Mi nombre es Enrique. Vivo con mi madre y mi abuela. Usted se parece mucho a mi abuela, Su. Pero ha estado postrada en cama durante los últimos tres años. Solía leerme cuentos y cantarme canciones todo el tiempo”.
“Mi mamá dice que la abuela ha perdido la voz para siempre, así que ahora le leo y le canto. ¡Y luego sonríe, como tú en este momento!”, comentó Enrique.
“¿Y qué hace tu mamá?”, preguntó Diana.
“¡Hace muchas cosas! Mamá trabaja como mesera en la mañana, luego llega a casa para almorzar y se apresura a ir al centro comercial, donde trabaja en otro café. También está aprendiendo a ser estilista”.
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“Además, cuando tiene tiempo, atiende a fiestas de cumpleaños y otros eventos en el vecindario. Desde que papá murió, ella trabaja muchísimo. Yo trato de ayudarla con las tareas del hogar y las compras”.
“También he querido hacer algunos trabajos para llevar dinero extra a casa, pero ella no me da permiso. Dice que debo disfrutar mi infancia, en la medida de lo posible”, concluyó el niño.
Diana sonrió llena de comprensión, mientras en su mente imaginaba con total claridad las grandes dificultades que le había tocado vivir a la madre de Enrique.
“¡Tu mamá suena como una supermujer!”, afirmó Diana. “Ella me recuerda un poco a mí cuando era joven… será mejor que la escuches porque sabe lo que es mejor para ti”.
“Mi papá me decía lo mismo, ¡es el mejor hombre que he conocido! Lo quiero tanto…”.
Por primera vez en la conversación, Enrique se emocionó. Diana tomó su brazo suavemente para calmarlo, sintiendo que había una grave tragedia detrás de su dolor.
“Está bien, Enrique. No tienes que hablar de eso ahora. Ya casi llegamos a la parada”.
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Diana y Enrique se ayudaron a bajar y caminaron hacia la feria. Visitaron diferentes puestos, se divirtieron mirando todo a su alrededor y comentando cómo la gente compraba baratijas demasiado caras y finalmente disfrutaron de un delicioso helado.
Después de dos horas de deambular, ambos estaban exhaustos cuando tomaron el autobús de regreso a casa. Sentada junto a Enrique, Diana no podía dejar de pensar en su amable gesto y en lo que le había tocado vivir.
Había algo en la historia de este niño que removía fuertes emociones en su corazón, y Diana no estaba lista para dejarlo como un encuentro casual.
“Enrique, ¿puedes llamar a tu madre?”, preguntó Diana. “Dile que una anciana que conociste en el autobús te ha invitado a su casa a tomar un té y un trozo de tarta”.
Enrique estaba hambriento y sonrió al pensar en un pastel caliente. Le contó a su madre que había conocido a Diana y su madre le dio permiso.
Esa tarde, Diana hizo su característico pastel de arándanos, que hacía mucho no se animaba a preparar. Y en la conversación que siguió, Enrique habló abiertamente sobre su padre por primera vez en meses.
“Él era mi héroe. Era mi compañero de aventuras. Él hacía que las materias más aburridas de la escuela fueran interesantes para estudiar. Era mi inspiración”.
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Diana tomó la mano del niño mientras él se sinceraba.
“Papá y yo regresábamos a casa después de mi partido de baloncesto. Yo estaba muy enojado y decepcionado porque mi equipo había perdido. Era un partido menor, sin ninguna importancia”.
“Ahora entiendo que desperdicié mi última oportunidad de compartir con mi padre por estar haciendo berrinches. No pensé que estuviéramos a minutos de un accidente automovilístico que me quitaría la pierna y terminaría con su vida”.
“Dirigí todo mi enojo hacia él y lo culpé por el fracaso de mi equipo. Le dije: ‘deberías haberme comprado esos zapatos nuevos. Realmente hoy me hubieran ayudado a ganar’”.
Enrique todavía recordaba la calma con la que su padre había respondido a su ataque de inmadurez.
“Hijo, la bendición no está en tener esos zapatos. La bendición es tener dos pies, una mente enfocada y la capacidad de practicar hasta mejorar”.
Diana se quedó sin palabras ante las poderosas palabras del hombre al nunca tendría la oportunidad de conocer.
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“Mi papá”, continuó Enrique, “era terapeuta y entrenador de deportistas paralímpicos. Vivió para reconstruir el espíritu de los deportistas que habían perdido la esperanza debido a algún accidente o evento que los hubiera dejado discapacitados”.
Enrique luchó por contener las lágrimas.
“¿Desearías que él estuviera aquí para hablarte sobre tus desafíos?”, preguntó la anciana con voz muy suave.
Enrique estaba asombrado de que Diana supiera exactamente lo que estaba sintiendo. Bajó la guardia por primera vez desde el funeral de su padre y lloró.
“Recuerdo lo que le dijo una vez a un deportista que había perdido la pierna en un accidente. Él llegó a casa en medio de la noche y admitió que quería dejarlo todo y desaparecer”.
“Mi papá fue quien lo cuidó durante su recuperación. Le dijo: ‘Hombre, concéntrate siempre en lo que sí tienes. Tienes dos manos. Dos ojos. Una mente brillante. El deseo de ser el mejor en tu deporte. Una familia que está a tu lado’”.
“No pienses ni por un segundo que ninguna de esas cosas es menos importante que una pierna”.
“Esas palabras se han quedado conmigo siempre. Trato de vivir de acuerdo con ellas. Espero estar haciéndoles justicia”.
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Diana trató de ocultar sus lágrimas mientras escuchaba al niño. En la semana que siguió, Enrique estuvo constantemente en sus pensamientos. Sintió mucha necesidad de hablar con su propio hijo, quien no la había visitado en más de un año.
Intentó llamarlo varias veces, pero no se sorprendió cuando las llamadas quedaron sin respuesta. Fue entonces cuando decidió escuchar lo que su corazón le decía que hiciera.
El domingo siguiente, Enrique regresó a casa de su viaje semanal al supermercado. Su madre estaba ocupada preparando el almuerzo y su abuela estaba tratando de leer el periódico en la cama.
Para su sorpresa, se escuchó un golpe en la puerta.
“¿Señora Diana?”. Era la misma anciana por la que había cedido su asiento en el autobús a la feria.
Diana saludó a Enrique con una sonrisa. De inmediato noto que la madre del niño se acercaba a la puerta.
“¡Hola, Enrique! Y tú debes ser su madre”. Diana le estrechó la mano.
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“Decidí aparecer y sorprenderlos hoy. Quiero hacerles una propuesta, y confío la acepten”, dijo Diana, mirando las caras curiosas de la madre y el hijo.
“No lo saben, pero soy dueña de la cadena de centros comerciales más grande de la ciudad. No vengo de una familia adinerada, así que, cuando escuché sobre tu madre, me acordé de mi juventud”.
“Tenía más o menos tu edad cuando perdí al amor de mi vida. Y en ese momento, mientras luchaba por mantener mi vida en orden y criar a mi hijo pequeño, deseé que hubiera alguna mano amiga milagrosa que nos ayudara en esos tiempos difíciles”.
“Ahora mi hijo tiene una muy buena vida. Aunque se ha alejado mucho de mí, sé que está bien y me conformo con eso. Él ya no me necesita”.
La madre de Enrique se entristeció al ver la decepción en los ojos de la anciana.
“Así que había estado pensando en que estaría bien darle toda mi riqueza y mi gran casa a otra persona. Pero dudaba si quedaba alguien en el mundo de hoy, incluido mi propio hijo, que entendiera el valor de la bondad y la importancia de la familia”.
“Tuve esa duda hasta que conocí a tu hijo. Así que he decidido convertirme en la mano amiga milagrosa por la que oré una vez. Quiero ayudarlos a reconstruir sus vidas”.
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“Enrique, quiero que tú, tu madre y tu abuela se muden conmigo a mi casa de tres pisos, que ahora será de ustedes. Yo me ocuparé de sus necesidades. A cambio, volveré a tener una familia y el cariño que ustedes quieran compartir conmigo”.
En un primer momento, la idea no convenció a la madre de Enrique. Pero finalmente accedió a darle a su pequeña familia un nuevo comienzo.
Diana encargó la versión más moderna de la prótesis de pierna para el niño. Con mucha terapia, Enrique aprendió a caminar con ella y con el tiempo volvió a las canchas de baloncesto.
La anciana revivió la alegría de tener una familia amorosa y un hogar lleno de risas y caos. Nada parecía amenazar su felicidad, hasta que 3 años después, regresó el hijo de Diana.
Se había enterado de que su madre había cedido la casa a unos completos extraños con los que vivía y exigía que se la devolvieran. Sin embargo, Diana se mantuvo firme ante sus demandas.
“Ellos ahora también son mi familia y tienen todo el derecho a vivir aquí. Durante años has dejado en claro que no me necesitabas. Asume las consecuencias de tus decisiones. Yo siempre seré tu madre, pero vuelve cuando en realidad te interese mi bienestar y compañía”.
El hermoso nuevo hogar de Enrique, que ahora incluía a dos adorables abuelas, fue bendecido con muchos momentos de amor, risas y unión. Cuando Diana murió, supieron que había cumplido su promesa: les dejó la casa, cuyo valor era $2 millones.
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¿Qué podemos aprender de la historia?
- La bondad puede crear lazos más poderosos que la sangre: Diana tenía un hijo propio, pero encontró más respeto y amor en Enrique, a quien conoció en un viaje en autobús. Su acto de bondad llevó a la anciana a compartir con una familia maravillosa.
- Todo acto de amabilidad es relevante: Todo lo que hizo Enrique fue ofrecerle un asiento a una anciana. Eso inspiró a Diana, quien muy pronto hizo lo necesario por cambiar la vida del niño y su familia.
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