Anciano siempre compraba dos entradas de cine para él, así que un día decidí averiguar por qué – Historia del día

Todos los lunes, observaba a un anciano que compraba dos billetes pero siempre se sentaba solo. La curiosidad me llevó a descubrir su secreto, así que compré un asiento a su lado. Cuando empezó a contarme su historia, no tenía ni idea de que nuestras vidas estaban a punto de entrelazarse de un modo que nunca habría imaginado.

El viejo cine de la ciudad no era sólo un trabajo para mí. Era un lugar donde el zumbido del proyector podía borrar momentáneamente las preocupaciones del mundo. El aroma de las palomitas con mantequilla permanecía en el aire, y los descoloridos carteles de época susurraban historias de una época dorada que yo sólo había imaginado.

Imagen con fines ilustrativos | Foto: Midjourney

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Todos los lunes por la mañana aparecía Edward, con una llegada tan constante como el amanecer. No era como los clientes habituales que entraban corriendo, buscando a tientas las monedas o las entradas.

Edward se comportaba con tranquila dignidad, su cuerpo alto y delgado envuelto en un abrigo gris pulcramente abotonado. Su pelo plateado, peinado hacia atrás con precisión, captaba la luz cuando se acercaba al mostrador. Siempre pedía lo mismo.

“Dos entradas para la película de la mañana”.

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Y, sin embargo, siempre venía solo.

Sus dedos, fríos por el frío de diciembre, rozaron los míos cuando le entregué las entradas. Conseguí esbozar una sonrisa cortés, aunque mi mente se llenó de preguntas no formuladas.

¿Por qué dos entradas? ¿Para quién es la otra?

“¿Otra vez dos entradas?”, bromeó Sarah desde detrás de mí, sonriendo con satisfacción mientras atendía a otro cliente. “Quizá sea por algún amor perdido. Como un romance a la antigua, ¿sabes?”.

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“O tal vez un fantasma”, dijo otro compañero, Steve, riéndose entre dientes. “Probablemente esté casado con una”.

No me reí. Había algo en Edward que hacía que sus bromas me parecieran equivocadas.

Pensé en preguntárselo, incluso ensayé algunas frases en mi cabeza, pero cada vez que llegaba el momento, se me desvanecía el valor. Al fin y al cabo, no me correspondía a mí.

***

El lunes siguiente fue diferente. Era mi día libre y, tumbada en la cama, mirando la escarcha que se deslizaba por los bordes de la ventana, empezó a formarse una idea.

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¿Y si le sigo? No es espionaje. Es… curiosidad. Después de todo, casi es Navidad, una época de milagros.

El aire de la mañana era nítido y fresco, y las luces navideñas colgadas a lo largo de la calle parecían brillar con más intensidad.

Edward ya estaba sentado cuando entré en el teatro poco iluminado, con su figura perfilada por el suave resplandor de la pantalla. Parecía ensimismado, con la postura más recta y decidida que nunca. Sus ojos parpadearon hacia mí y una leve sonrisa cruzó sus labios.

“Hoy no trabajas”, observó.

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Me senté a su lado. “Pensé que necesitarías compañía. Te he visto aquí muchas veces”.

Se rio suavemente, aunque el sonido contenía un rastro de tristeza. “No se trata de películas”.

“¿Entonces de qué se trata?”, pregunté, incapaz de ocultar la curiosidad en mi tono.

Edward se reclinó en el asiento, con las manos bien juntas sobre el regazo. Por un momento pareció dudar, como si estuviera decidiendo si confiarme o no lo que iba a decirme.

Luego habló.

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“Hace años -comenzó, con la mirada fija en la pantalla-, había una mujer que trabajaba aquí. Se llamaba Evelyn”.

Permanecí callada, intuyendo que no era una historia para precipitarse.

“Era guapa”, continuó, con una leve sonrisa en los labios. “No de la forma que hace girar cabezas, sino de la forma que perdura. Como una melodía que no puedes olvidar. Ella trabajaba en este mismo cine. Nos conocimos aquí y entonces empezó nuestra historia”.

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Me la imaginé mientras hablaba: el cine bullicioso, el parpadeo del proyector proyectando sombras sobre su rostro y sus conversaciones tranquilas entre proyección y proyección.

“Un día la invité a una función matinal en su día libre”, dijo Edward. “Aceptó”.

Hizo una pausa, su voz vaciló ligeramente. “Pero nunca vino”.

“¿Qué pasó?”, susurré, inclinándome más hacia él.

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“Más tarde me enteré de que la habían despedido”, dijo con un tono más grave. “Cuando le pedí al gerente su información de contacto, se negó y me dijo que no volviera nunca más. No entendí por qué. Simplemente… se había ido”.

Edward exhaló y su mirada se posó en el asiento vacío que había a su lado. “Intenté seguir adelante. Me casé y viví una vida tranquila. Pero tras la muerte de mi esposa, empecé a venir aquí de nuevo, con la esperanza… sólo con la esperanza… no sé”.

Tragué con fuerza. “Ella era el amor de tu vida”.

“Lo era. Y lo sigue siendo”.

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“¿Qué recuerdas de ella?”, le pregunté.

“Sólo su nombre”, admitió Edward. “Evelyn”.

“Te ayudaré a encontrarla”.

En ese momento me di cuenta de lo que había prometido. Evelyn había trabajado en el cine, pero el gerente -el que la había despedido- era mi padre. Un hombre que apenas reconocía mi existencia.

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***

Prepararme para enfrentarme a mi padre fue como prepararme para una batalla que no estaba segura de poder ganar. Me ajusté la chaqueta conservadora que había elegido y me recogí el cabello en una elegante coleta. Cada detalle era importante.

Mi padre, Thomas, apreciaba el orden y la profesionalidad, rasgos por los que vivía y por los que juzgaba a los demás.

Edward esperó pacientemente junto a la puerta, con el sombrero en la mano, con un aspecto a la vez aprensivo y sereno. “¿Estás segura de que hablará con nosotros?”.

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“No”, admití, poniéndome el abrigo. “Pero tenemos que intentarlo”.

De camino a la oficina del cine, me sinceré con Edward, quizá para calmar mis nervios.

“Mi madre tiene Alzheimer”, le expliqué, apretando un poco más el volante. “Empezó cuando estaba embarazada de mí. Su memoria era… impredecible. Algunos días sabía exactamente quién era yo. Otros, me miraba como si fuera una extraña”.

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Edward asintió solemnemente. “Debió de ser duro para ti”.

“Lo fue”, dije. “Sobre todo porque mi padre, al que llamo Thomas, decidió ingresarla en un centro de cuidados. Entiendo por qué, pero con el tiempo dejó de visitarla. Y cuando mi abuela falleció, toda la responsabilidad recayó sobre mí. Ayudaba económicamente, pero estaba… ausente. Ésa es la mejor forma de describirle. Distante. Siempre distante”.

Edward no hablaba mucho, pero su presencia me tranquilizaba. Cuando llegamos al cine, dudé antes de abrir la puerta del despacho de Thomas.

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Dentro estaba sentado ante su mesa, con los papeles meticulosamente ordenados. Sus ojos, agudos y calculadores, me miraron a mí y luego a Edward. “¿De qué va esto?”.

“Hola, papá. Éste es mi amigo Edward”, balbuceé.

“Continúa”. Su rostro no cambió.

“Necesito preguntarte por alguien que trabajó aquí hace años. Una mujer llamada Evelyn”.

Se quedó inmóvil durante una fracción de segundo y luego se reclinó en la silla. “No hablo de antiguos empleados”.

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“Tienes que hacer una excepción”, insistí. “Edward lleva décadas buscándola. Merecemos respuestas”.

La mirada de Thomas se desvió hacia Edward, estrechándose ligeramente. “No le debo nada. Ni a ti, en realidad”.

Edward habló por primera vez. “Yo la amaba. Lo era todo para mí”.

La mandíbula de Thomas se tensó. “No se llamaba Evelyn”.

“¿Qué?”, parpadeé.

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“Se hacía llamar Evelyn, pero su verdadero nombre era Margaret”, admitió, y sus palabras cortaron el aire. “Era tu madre. Se inventó ese nombre porque tenía una aventura con él -señaló a Edward- y pensó que yo no me enteraría”.

La habitación se quedó en silencio.

El rostro de Edward palideció. “¿Margaret?”.

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“Estaba embarazada cuando me enteré”, continuó Thomas con amargura. “De ti, como te habrás imaginado”. Entonces me miró, y su fría expresión vaciló por primera vez. “Pensé que separarla de él la haría confiar en mí. Pero no fue así. Y cuando naciste tú…”.

Thomas suspiró pesadamente. “Supe que no era tu padre”.

La cabeza me dio vueltas y la incredulidad me invadió en oleadas. “¿Lo supiste todo este tiempo?”.

“Proveía para ella”, dijo, evitando mi mirada. “Para ti. Pero no podía quedarme”.

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La voz de Edward rompió el silencio. “¿Margaret es Evelyn?”.

“Era Margaret para mí”, respondió Thomas con rigidez. “Pero está claro que ella quería ser otra persona contigo”.

Edward se hundió en una silla, con las manos temblorosas. “Nunca me lo dijo. Yo… no tenía ni idea”.

Miré entre ellos, con el corazón latiéndome con fuerza. Thomas no era mi padre en absoluto.

“Creo -dije- que tenemos que visitarla. Juntos”. Miré a Edward y luego me volví hacia Thomas, sosteniéndole la mirada. “Los tres. La Navidad es una época para perdonar, y si alguna vez hubo un momento para arreglar las cosas, es este”.

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Por un momento, pensé que Thomas se burlaría o descartaría la idea por completo. Pero, para mi sorpresa, vaciló y su expresión severa se suavizó. Sin decir palabra, se levantó, tomó su abrigo y asintió.

“Hagámoslo”, dijo bruscamente, metiendo los brazos en el abrigo.

***

Nos dirigimos al centro asistencial en silencio. Edward estaba sentado a mi lado, con las manos apretadas en el regazo. Thomas estaba en el asiento trasero, con la postura rígida y los ojos fijos en la ventanilla.

Cuando llegamos, la corona navideña de la puerta del centro parecía extrañamente fuera de lugar.

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Mamá estaba en su sitio habitual, junto a la ventana del salón, con su frágil figura envuelta en una acogedora rebeca. Miraba fijamente al exterior, con el rostro distante, como perdida en un mundo lejano. Tenía las manos inmóviles sobre el regazo mientras nos acercábamos.

“Mamá”, la llamé suavemente, pero no reaccionó.

Edward dio un paso adelante, con movimientos lentos y deliberados. La miró.

“Evelyn”.

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El cambio fue instantáneo. Giró la cabeza hacia él y sus ojos se agudizaron al reconocerlo. Fue como si se hubiera encendido una luz en su interior. Lentamente, se puso en pie.

“¿Edward?”.

Él asintió. “Soy yo, Evelyn. Soy yo”.

Le brotaron lágrimas de los ojos y dio un paso tembloroso hacia delante. “Estás aquí”.

“Nunca he dejado de buscarte”, respondió él, con los ojos brillantes.

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Al verlos, mi corazón se hinchó de emociones que no podía nombrar. Era su momento, pero también el mío.

Me volví hacia Thomas, que estaba unos pasos por detrás, con las manos en los bolsillos. Su severidad habitual había desaparecido, sustituida por algo casi vulnerable.

“Has hecho bien en venir aquí”, dije en voz baja.

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Asintió levemente, pero no dijo nada. Su mirada se detuvo en mamá y Edward y, por primera vez, vi algo que parecía arrepentimiento.

La nieve empezó a caer suavemente fuera, cubriendo el mundo con un silencio suave y apacible.

“No acabemos aquí”, dije, rompiendo el silencio. “Es Navidad. ¿Qué tal si vamos a tomar chocolate caliente y vemos una película navideña? Juntos”.

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A Edward se le iluminaron los ojos. Thomas vaciló.

“Eso suena… bien”, dijo bruscamente, pero con una voz más suave de lo que nunca la había oído.

Aquel día, cuatro vidas se entrelazaron de un modo que ninguno de nosotros había imaginado. Juntos, nos adentramos en una historia que había tardado años en encontrar su final… y su nuevo comienzo.

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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien.

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