La enfermera besó a un apuesto director ejecutivo en coma, pensando que no despertaría, pero para su sorpresa, él la abrazó repentinamente después.

La enfermera besó en secreto a un apuesto director ejecutivo que llevaba tres años en coma, creyendo que nunca despertaría; pero para su sorpresa, él la abrazó repentinamente después del beso…

Solo con fines ilustrativos

Eran casi las dos de la madrugada en el Hospital Riverside Memorial, esa hora en que hasta las paredes parecían dormirse. Solo el suave zumbido de las máquinas y el ritmo constante de un monitor cardíaco rompían el silencio.

La enfermera Elise Warren se sentó junto a su paciente de larga estancia, un hombre que llevaba tres largos años inconsciente. Se llamaba Adrian Lockhart, otrora el magnate tecnológico más joven de Chicago, ahora reducido a una figura silenciosa atrapada entre la vida y la memoria.

Elise lo había cuidado desde la noche de su ingreso. Al principio, era un deber, la clase de devoción que toda enfermera aprende a tener. Pero a medida que los meses se convirtieron en años, la línea entre la compasión y el vínculo comenzó a difuminarse. Se fijaba en cada detalle, incluso en su quietud: la leve cicatriz bajo la mandíbula, el leve temblor de sus dedos cada vez que ella hablaba en voz baja de la lluvia.

Esa noche, la soledad pesaba más que de costumbre. Las luces de la ciudad proyectaban un tenue resplandor a través de la ventana, y la lluvia resbalaba por el cristal como lágrimas lentas. Elise revisó los monitores por última vez, con movimientos precisos, casi mecánicos. Todo estaba estable. Se quedó un rato más cerca —como siempre—, lo suficientemente cerca para oír su respiración tranquila.

—Habrías odiado este silencio —susurró—. Dicen que nunca parabas de hablar en las reuniones. Creo que eso me habría gustado.

Sus palabras flotaron en la penumbra, frágiles y fugaces. Y entonces, sin pensarlo, sin razón aparente, se inclinó hacia adelante y presionó sus labios suavemente contra los de él. No fue un beso de pasión, sino de anhelo, de tristeza y de un dolor que había persistido demasiado tiempo en su pecho.

El momento duró apenas un instante. Pero lo que siguió hizo añicos toda lógica.

Un sonido se le escapó, débil, incierto. El monitor se aceleró. Los ojos de Elise se abrieron de par en par al sentir cómo sus dedos se movían nerviosamente sobre las sábanas. Antes de que pudiera apartarse, él la abrazó por la cintura.

Se quedó paralizada.

Adrian abrió los ojos.

Tres años de silencio terminaron en ese instante. Su voz salió áspera, seca, temblorosa de incredulidad. “¿Quién eres?”

Elise no podía hablar. Solo podía mirar al hombre al que había cuidado durante tanto tiempo, ahora despierto, con la mano aún sujetando la de ella.

Solo con fines ilustrativos

Instantes después, los médicos irrumpieron, inundando la habitación de luz y ruido. Todo lo que sucedió a continuación parecía un sueño. Lo llamaron un milagro: una imposibilidad médica. En cuestión de horas, Adrian respiraba por sí solo, hablaba con frases entrecortadas y recordaba fragmentos de una vida que creía perdida.

Pero para Elise, la maravilla se mezclaba con el terror. Aquel beso —del que nadie debería saber jamás— le quemaba en la mente.

Cuando llegaron la junta directiva del hospital y los socios de Adrian, la trataron como si fuera invisible. Ella mantuvo las distancias, concentrada en sus deberes, cuidando de no cruzar miradas con él. Sin embargo, cada vez que entraba en la habitación, sentía su mirada sobre ella.

Pasaron los días. Su recuperación asombró a todos. Comenzó la fisioterapia, hablaba con mayor claridad y poco a poco fue reconstruyendo sus recuerdos: su empresa, su ático, la noche del accidente. Recordaba la lluvia, la ira, un estruendo metálico y luego nada… hasta que despertó y vio su rostro.

Una tarde, me preguntó en voz baja: “Eras tú quien hablaba conmigo todas las noches, ¿verdad?”.

Elise vaciló. —Sí. Me ayudó a mantenerme despierta.

Su expresión se suavizó. —¿Y el beso?

Se le cortó la respiración. —¿Te acuerdas?

—No fue el beso en sí —dijo—, sino el calor. Creo que eso me hizo volver.

Quiso negarlo, escudarse en la profesionalidad, pero la verdad ya estaba en el aire. «Fue un error», susurró.

Sonrió levemente. —Quizás no lo fue.

Los rumores comenzaron a circular entre el personal. Alguien afirmó que ella se había quedado demasiado tiempo junto a su cama. Alguien se lo comentó al director. A la mañana siguiente, la llamaron. El mensaje fue breve y frío: sería reasignada. El hospital tenía que proteger su reputación.

Antes de que pudiera defenderse, Adrian ya se había marchado. Se había despedido sin previo aviso, dejando tras de sí únicamente un formulario de liberación firmado y silencio.

Solo con fines ilustrativos

Pasaron los meses. Elise se mudó a una tranquila clínica comunitaria en Boston, lejos del caos de la ciudad. Trabajaba en paz, fingiendo que aquella noche nunca había ocurrido.

Entonces, una tarde, oyó una voz familiar procedente de la sala de espera.

“Doctor Warren, necesito un chequeo.”

Se giró, y allí estaba él. Adrian Lockhart, erguido, vivo, completo, con un abrigo a medida y esa misma media sonrisa que antes solo había visto en viejas fotografías.

—Señor Lockhart —logró decir.

—Adrian —corrigió—. He estado intentando encontrarte.

Su corazón latía con fuerza. —¿Por qué?

Se acercó un poco más, con voz baja. “Porque cuando desperté, lo primero que sentí fue paz. Pensé que venía del hospital. Pero luego me di cuenta de que venía de ti”.

Desvió la mirada. —Simplemente estás agradecida, eso es todo.

—No —dijo con firmeza—. Estoy vivo gracias a la medicina. Pero vivo gracias a ti.

La clínica pareció desvanecerse a su alrededor. Por primera vez, ella lo miró a los ojos sin miedo.

—No sé qué es esto —dijo en voz baja.

—Es un comienzo —respondió.

Él le tomó la mano —esta vez con delicadeza, pidiendo permiso sin palabras—. Ella no la retiró. El momento fue silencioso, real; nada que ver con la chispa impulsiva que lo había iniciado todo.

Cuando sus labios se volvieron a unir, no fue un milagro, no fue casualidad; fueron dos corazones que eligieron empezar de nuevo.

Y entre el suave zumbido de las luces de la clínica y el ritmo constante de la vida que volvía, Elise comprendió algo profundo: que a veces la curación no comienza con la medicina, sino con el coraje de sentir lo que el mundo te dice que no sientas.

Si hubieras estado en su lugar, ¿le habrías besado?

Nota: Esta historia es una obra de ficción inspirada en hechos reales. Se han modificado nombres, personajes y detalles. Cualquier parecido es pura coincidencia. El autor y la editorial se eximen de toda responsabilidad por la veracidad, las interpretaciones o la confianza depositada en la historia. Todas las imágenes son meramente ilustrativas.

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