Un perro extraño seguía en silencio al hombre, día tras día.

Cuando él descubrió por qué… se le llenaron los ojos de lágrimas

— ¡Este idiota otra vez! —murmuró Denis, nervioso, al pisar la calle húmeda y fría de Octubre.

— ¿Qué me quiere ahora?

Cada mañana, la misma historia: él apenas salía de su “jaula” y ella aparecía tras la esquina: un ser desaliñado, un perro vagabundo con una mirada sorprendentemente inteligente.

El perro lo seguía sin emitir un solo sonido, manteniendo la distancia, barrio tras barrio, hasta la estación.

Lo hacía en silencio.

No ladraba, no pedía nada, no molestaba.

Solo caminaba.

Y lo miraba.

Al principio, Denis había intentado alejarla.

Arrojó una botella de agua, una bolsa vacía de patatas, incluso una piedra.

Nada.

El perro se detenía, parpadeaba lentamente y luego retomaba su paso.

Siempre siguiéndole.

— Quizá tenga rabia… o esté loco —se decía cada día—, pero ya no tengo fuerzas para enfadarme.

El despertador sonaba a las 6:30 en punto.

Denis apenas abría los ojos mientras tanteaba el teléfono en la mesita de noche.

La habitación estaba en semi­oscuridad, amanecía afuera, y en su pecho volvía a latir la misma sensación de soledad.

Ah, cuánto odiaba los lunes por la mañana…

Pasados los cuarenta, la vida seguía igual que a los veinte: un estudio alquilado con el papel pintado arañado, todo crujía por los inquilinos anteriores, y solo la foto de su hija en la pared recordaba que antes había sido diferente.

Su ritual matutino estaba grabado a fuego: ducha, afeitado, café, sándwich, traje azul marino.

Luego, el camino a la estación.

Y el perro.

Un viernes, Denis ya no pudo más.

Giró la cabeza de repente, se dio la vuelta y gritó:

— ¡¿Por qué, maldita sea?! ¿Qué quieres de mí? ¿Qué hice para que me persigas así?

El perro se detuvo.

Bajó la cabeza, avanzó con pasos lentos.

Sacó algo de la boca: una pulsera vieja, rosa, con florecitas.

El corazón de Denis se heló.

Se arrodilló, temblando, y la tomó en la mano.

— Esto… esta es de mi hija… la pulsera de cuando tenía seis años… ¿Cómo? ¿De dónde…?

Y entonces lo entendió.

De golpe.

Como un puñetazo en el pecho.

El perro no era un vagabundo.

Había sido el perro de su niña.

El que habían dado tras el divorcio, cuando su vida se hizo pedazos.

Él se había ido, su esposa se marchó a otra ciudad, y la niña… la niña murió en aquel desgraciado accidente.

Pero el perro se quedó.

Solo, en el mismo barrio.

La había encontrado, tras años.

Y lo seguía.

Día tras día.

Sin pedir nada.

Solo quería estar cerca.

No dejarlo.

Denis se desplomó en la acera, con la pulsera en la mano y la cara entre las palmas.

— Perdóname… perdóname por no reconocerte…

El perro se sentó a su lado.

Así, en silencio.

Como cada mañana.

Y por primera vez en mucho tiempo, Denis sintió que ya no estaba completamente solo.

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